Hoy,
al aterrizar en París,
probablemente
he experimentado una sensación similar
a la que debió sentir Gil de Biedma
en sus años más jóvenes,
y de la que nos ha dejado legado escrito
en su Postal desde el Cielo, con el Sena,
la estación Etoile-Nation
y el Pont Saint Michel como testigos
mudos de su veterana memoria.
Efectivamente, Jaime,
es demasiado romántico,
y la luna de ahora,
aún de guardia sobre Notre Dame,
continúa siendo tan impresionante como la que
hace treinta, cincuenta o tal vez más años
celebraste tú también
absolutamente rendido al amor de un solo río
e innumerables puentes.
Han pasado los años y entonces tú vivías.
Ahora sólo se te lee
y, a veces, he de confesarte que a duras penas,
más que nada por las horas, que suelen ser tardías,
pero también por la terrible competencia de otros poetas
que no sé si algún día estuvieron o estarán en París,
pero que, en todo caso, también merecen ser leídos.
¿Por qué no?, por ejemplo,
en el inconfundible ambiente
de una terracita al aire libre en Montmatre,
al abrigo de pintores, estafadores,
turistas y carteristas,
entre sorbo y sorbo de café cortado,
disfrutando de la profética del agua de Carlos Sahagún,
el silencio de párpados enfermos
de Antonio Gamoneda,
el viento condecorado de José Agustín Goytisolo
o de la mirada valiente,
o simplemente incomprensible de Carlos Barrall,
José Maria Velarde, Ángel González, José Hierro
y tantos otros que algún día
vivieron sus historias de casi amor
al margen de París,
o tal vez en este mismo París
de luna grande y perfil noctámbulo sobre un rio
de aguas diáfanas e innumerables puentes
que, como no puede ser de otra manera,
se siguen tendiendo hacia ti, Jaime,
hacia mí y hacia todos los que quisimos contemplar
las gárgolas de Notre Dame de cerca
y no pudimos
porque era demasiado romántico,
como bien dijiste,
entonces, cuanto tú vivías,
y ahora, cuando ya sólo se te lee,
la mayor parte de las veces,
inmerecidamente, a duras penas.
Gustavo Adolfo Medina, La Canción Que Nunca Diré